Estamos ante un auténtico desastre. El nivel universitario español no es recomendable ni para Guinea-Konacri. Basta con abrir un poco los ojos para comprobar cómo llegan de ‘preparados’ a la Universidad y cómo salen de allí ‘formados’ nuestros universitarios titulados. No me atrevo a enseñar a los profesores extranjeros ni siquiera la cafetería de alumnos de mi Facultad, cochambrosa.
¿Pesimismo? ¡Realismo puro y duro! Cada año, los alumnos acceden al campus con menor capacitación. ¿Exagero? No lo creo. Cuestiones tan básicas como leerse un libro (enterándose), redactar una carta (con un mínimo de dignidad), preparar un guión claro, escribir una crítica razonada, argumentar motivadamente una tesis, condensar la clave de un artículo o dirigir una simple instancia a un organismo, les parecen obras faraónicas inasequibles.
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Mal vamos, peor iremos. ¿Qué soluciones nos ofrecen? Desgraciadamente, lo que ahora nos proponen, so capa del famoso ‘Plan Bolonia’, es ‘escolarizar’ la enseñanza. Sí, así mismo, como suena: convertir las aulas universitarias (se supone ‘de docencia superior’), en clases vigiladas, con sus tareas diseñadas, con sus evaluaciones continuas, con sus prácticas dirigidas… con un trato cuasi infantil, en definitiva, sin responsabilidad personal y sin madurez humana, carentes de compromiso y de iniciativa.
¿Qué se esperan formando así? ¿Ciudadanos adultos preparados, mayores de edad? ¡Já! Los alumnos no se interesan ni en lo que estudian, ni dónde lo estudian, ni cómo lo estudian, ni en con quién lo estudian, ni en quién se lo imparte. De un año para otro, ni recuerdan los nombres de las asignaturas, tituladas con más palabras que las que ocupan el temario.
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Cabe todo. Pueden explicarles los lenguajes de los insectos en la Teoría de la Comunicación de Periodismo, o los tipómetros, que ellos lo asumen ciegamente, sin chistar. El curriculum académico lo eligen según convenga al horario, o a lo más según la menor exigencia. Ni siquiera se saben los nombres de los profesores, ¿para qué? ¡Si todo da lo mismo!
Lo único imporatante es aprobar, cansarse lo mínimo, terminar cuanto antes, conseguir unas prácticas aceptables con la menor dedicación, y asegurarse el máximo posible de vacaciones. Punto. ¡Viva el confort, viva la fiestuqui, corra el wisky y tonto el último! A disfrutar, que esta vida dura poco.
Recuerda esto bastante al bajo imperio romano: pan y circo, termas y vomitorios, bacanales y despiporre… Eso sí, para las obras públicas, los esclavos, y para llenar las legiones, reclutar bárbaros (léase ahora emigrantes). Yo quiero un título fácil, a poder ser para 'trabajar' de funcionario (contradictorio), que me pague mis juergas, que me financie mis vicios, que me permita buena vidorra… y del resto, ya veremos, como dicen en la ONCE.
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Una civilización se derrumba por su base. El nivel actual de nuestros jóvenes, es el que a nuestra sociedad le espera muy pronto: antes de lo que nos pensamos. El cambio generacional es inevitable. Lo que hoy sepan nuestros veinte añeros, esa es nuestra cultura, nada más. No es suficiente llenar de volúmenes la Biblioteca Nacional del Paseo del Prado. Lo que tenemos que llenar es las cabezas de nuestros jóvenes, vaciándolas de esos contravalores desastrosos, como el 'gratis total' y el 'facilismo' que les ‘educa’.
Volvamos cuanto antes a la cultura de la excelencia, de la calidad, de la exigencia, del esfuerzo reconocido, antes de que sea demasiado tarde. Eliminemos de los planes educativos esos modelos decadentes descerebrados de la 'nueva pedagogía', suprimamos esa niñería facilona, fofa y tontorrona, y ofrezcamos en cambio la dura realidad auténtica, tal y como en realidad es, porque nunca jamás nada útil se logra sin esfuerzo.