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Desde la Ley de Reforma Universitaria de 1983, la universidad española ha estado sometida a un proceso ininterrumpido y sobresaltado de transformaciones a golpe de ley, que afectaban –entre otros– a dos aspectos fundamentales:
- la selección del profesorado y
- los planes de estudio de los alumnos.
Respecto de estos últimos, se han producido reformas, contrarreformas y modificaciones, sobre las cuales vienen a sumarse de nuevo más alteraciones. Llueve sobre mojado. La universidad española cambia de planes de estudio como Mortadelo de disfraz.
Sea como fuere, y a pesar de los inconvenientes reseñados, las universidades españolas se han subido entusiasmadas –y por fuerza de la ley– a este grandioso proyecto de transformación común europea.
La pérdida de alumnado (en el curso 2007/2008 hay en las universidades españolas 1.381.749 estudiantes matriculados, ¡24.145 menos que en el curso anterior!) obliga a ofertar los mejores productos o, al menos, los más novedosos.
En definitiva: que si no ofertamos calidad y eficacia al alumnado, si seguimos con más de lo mismo, si perdemos el tren comunitario, ahora que llega el Espacio Europeo de Educación Superior, si seguimos a golpe de tipómetro y de rancias lecciones magistrales, ya no nos salvará nada del desastre, porque se nos va ver el plumero desde todo el occidente.
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