¿Es preferible ser uno su propio jefe? ¿Compensa asumir tanta responsabilidad? ¿Es más agradable trabajar en casa, que fuera lejos en la empresa? ¿Es mejor ser contratado que Free-lancer? ¿Cabeza de ratón, o cola de león?
Responde una periodista, casada con un periodista. Son la gurú del management Lucy Kellaway, veinte años columnista en el Financial Times de Londres y David Goodhart, fundador y editor de la revista Prospect. Lucy nació en Londres en 1959, estudió Economía, Filosofía y Políticas en la Universidad de Oxford. David y ella son padres de cuatro hijos. Lo narra ella misma.
En 1990 me casé con un periodista muy currante y que podía mantener su trabajo a tiempo completo. Tras cuatro años de matrimonio y tres hijos, una tarde llegó y me dijo que quería crear una revista en la que todos los artículos fueran largos y rigurosos. ‘¿Crees que es buena idea?’, me preguntó. ‘No’, le contesté.
- Nuestro enfoque del periodismo no podía ser más divergente. Él estaba en contra del periodismo para tontos, y yo a favor.
- Nuestra idea del trabajo también chocaba: yo estaba a favor de casarme con alguien con un trabajo y unos ingresos estables, y él, a favor del riesgo y la libertad.
Ante la esperanza de encontrar apoyos en otra parte, escribió a Toby Young, director de The Modern Review, que le dijo: ‘Todo lo que puedo decirte es que tendrás que prepararte para un verdadero infierno. La cantidad de trabajo es horrorosa y eso genera una gran ansiedad. Tu vida se convertirá en una crisis constante... No pretendo desanimarte, pero.... espero que no tengas familia’.
Al leer la carta, David no se desanimó. Pero yo, sí. Young tenía razón. La cantidad de trabajo ha sido horrible. Cuando se trata de tu propio negocio, trabajas más que un médico novato en un hospital y no ganas casi nada. Lo peor de todo es que inviertes gran parte de tu dinero y lo más probable es que, al final, lo pierdas todo. Cualquier posible rendimiento se da en un futuro lejano y sólo si tu negocio consigue despegar (la mayoría de las pequeñas empresas nunca lo hacen). Y si, además, se trata de una revista intelectual, la iniciativa no podía ser pero.
Sin embargo, diez años después, ésta no es la historia que quería contar.
Aunque parezca extraño, para mí ha sido todo positivo. Trabajar muchas horas no tiene por qué ser necesariamente perjudicial para la familia. Puede ser incluso bueno para aquél que trabaja desde casa, ya que así puede abrirle la puerta al fontanero cuando se estropea le lavavajillas. El hecho de no ganar mucho dinero no es algo de lo que sentirse orgulloso, pero tampoco es una catástrofe (siempre y cuando haya suficiente para salir adelante).
Lo único que es irremediablemente negativo es la infelicidad y el aburrimiento. David no subre ninguna de las dos cosas. Se entusiasma infinitamente con los artículos que publica. Se dedica a algo que se le da muy bien, controla y ama. Con frecuencia, la gente se lo dice y le gusta.
Comparemos esta situación con la de varias mujeres cuyos maridos están atados a un trabajo que detestan: no duermen; beben mucho; critican a sus compañeros; no paran de decir lo desgraciados que son; no ascienden; no son sólo infelices, sino que la amargura les corroe; envidian a otras personas por su éxito y se hace insoportable vivir con ellas.
Con todo esto, no quiero decir que haya sido un camino de rosas vivir con el feliz y obsesivo fundador de una revista intelectual: no me gusta ver montones de libros y periódicos por toda la casa, ni mantener un debate sobre la tensión que genera la diversidad y la solidaridad después de un duro día de trabajo. Sin embargo, éstos son problemas relativamente nimios.
Al final, todo hace que me sienta agradecida de trabajar para una gran empresa: el salario, la fotocopiadora, el ordenador... Luego, está el placer de poder dejar el lugar de trabajo al acabar la jornada y, sobre todo, no tener que preocuparme del aspecto económico de la empresa.
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